La dirección de todas las bestias


Con los pies lapidados después de la larga marcha, una especie de aroma la había conducido, y al mismo tiempo motivado a seguir cargando aquel bulto que pesa y suena a cascabel.

– ¿Qué llevas en la espalda niña? – preguntaba el hombre de sombrero de paja

– Solo mi padre lo sabe – respondía, sin olvidar que el bulto debía permanecer cerrado hasta llegar a su destino. No era la primera vez que su padre confiaba en su olfato y perspicacia.

Las referencias que le indicaron a la pequeña fueron los sembríos de los campos aledaños, si no los encontraba, no dudaba en sacar su mapa y preguntar a cualquiera dónde encontrar ciertos frutos o flores, y así la ruta se trazaba, gracias a las respuestas y a los olores. Naranjo – Limón – Manzana – Tulipán – Rosa, era la secuencia vegetal anunciada.

– No hay tulipanes cerca pequeña, pero los huertos de rosas no están tan lejos, borda el río y cuando este vire a la izquierda tempestivamente, atraviésalo, veras un puente de rocas cerca, ahí, al otro lado, están las rosas – El hombre contestaba sin saber si era un juego o la verdad lo que en sus secretos la niña guardaba, y para evitar toda culpabilidad ante una inminente desgracia, decidió marcharse. 

¿En qué o quién confiar, en el hombre, en las referencias, o en los sentidos? La pequeña se preguntó. Aunque no pensaba haberse perdido, tenía prisa, el bulto emanaba un olor que la aturdía, y más tiempo pasaba, más fuerte era su confusión.

Las decisiones, a partir de cierta madurez o experiencia, se comparten, es decir, no hay una respuesta fija y aislada de todas posibilidades, sino que esta es la combinación de las premisas iniciales. Era el quinto viaje de la niña, pero era una nueva ruta, y siguió su olfato, recorriendo al lado del río, atenta por si encontraba tulipanes. En su búsqueda la vegetación se imponía con sus colores que parecía llevarla mediante caminos cíclicos, sin embargo, ella no perdía la concentración, lo único insistente era el bulto, con su peso, con su ruido en cada paso, conforme la niña avanzaba, sobre todo, en cada respiración. El olor a hierba fresca se mezclaba con otro mohecido de algas y sal que llegaba desde su espalda.

La pequeña se detuvo, lo pies le dolían. Entonces se sentó a ver el río con los peces que en él nadaban, y les dirigió la palabra, creía que estos la escuchaban.

- ¿Saben a dónde voy? Voy a conocer a mis abuelos. Mi padre perdió su cosecha y no nos ha quedado nada. Él dice que los abuelos cambiaran nuestras vidas, y así podré ir más seguido a la escuela. Ellos podrán sacarnos de la miseria, y también reconocerme. Cuando llegue les diré Naranjo – Limón – Manzana – Tulipán – Rosa, pues ese fue y será el camino que mi padre seguía para verlos, así me reconocerán– mientras los peces descendían conforme la corriente, llevando el deseo de la pequeña en su nado. Ella se levantó, y siguió andando.

El olor que la seguía continuaba intensificándose, este intrigaba a la niña pues aumentaba su curiosidad por los objetos que ella cargaba. Nunca antes la pequeña había respirado algo igual.

El río disminuía su cauce, la otra ribera le parecía cada vez más lejana y de pronto, alguna furia divina o natural cambiaba el curso y los meandros del rio. Como lo había indicado el señor de sombrero de paja, el río giraba dramáticamente a la izquierda, forzando la dirección de todas las bestias que siguen o nadan en el río. En ese ángulo que la pequeña divisaba, vio tulipanes, los más oscuros que había visto, pero también los más bellos, arrancó dos para ofrecerlos a sus abuelos, y ella continuó su marcha.

El puente de rocas que el hombre de sombrero de paja le había indicado estaba cerca, y fue por él, resbalando de tanto en tanto, afortunadamente sin caer en la corriente. Sin saber por qué, relacionaba aquel olor salino con el olor a muerte en esas circunstancias, no comprendía de donde venía esta asociación en su mente ¿quizás por el riesgo que corría? Porque más veces ella caía, sentía que el olor del bulto se intensificaba aún más. Al terminar de cruzar el puente, se sentía hipnotizada por el olor, aguantando las ganas de abrir el bulto, pero recordaba a su padre y sus palabras, y prefería seguir escuchando y obedeciéndolo en su mente. Salto desde la última roca y vio las primeras rosas del otro lado de la rivera.

Las rosas eran también oscuras, y en el huerto vio una cabaña, acelero el paso para acercarse a ella, sudando, jadeando, al llegar conocería a sus abuelos, los abrazaría, y también sabría lo que había dentro de ese bulto. Llegó y tocó la puerta.

- Naranjo – Limón – Manzana – Tulipán – Rosa – ella exclamó

- Un placer conocerla, vuestros abuelos, pequeña dama, eran buenos floricultores. De ellos aprendimos a cultivar estas rosas que se regalan en periodo de luto – Para sorpresa de la niña, el señor era relativamente joven

- ¿Puedo verlos señor?

- Pues, creo que ello es casi imposible ¿qué tiene en el bolso?

La niña abrió el bulto, y vio que no eran cascabeles, ni madera, ni pequeñas piezas metálicas que resonaban en él, pero sí dos cráneos, ambos con dientes de oro

- Puedo pagarle por el oro de esos dientes, pequeña, y temo decirle que lo siento mucho, no pensé que conociera a sus abuelos de esta manera, espero no deteste a su padre – El señor recordó el brillo de la sonrisa de los abuelos

Y la pequeña salió del huerto, sin los cráneos.


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